CAPÍTULO II
Es una
verdad extraña, no sin profundo significado, que toda categoría en que podemos
pensar implica un complemento que tiene la índole de un opuesto.
Estamos
bien familiarizados con el gozo y el sufrimiento, el saber y la ignorancia, el
día y la noche, la vida y la muerte, y muchos otros pares de opuestos dentro de
nuestra experiencia. Tenemos también el par básico, vida y forma, al cual lo
generalizamos y lo refinamos convirtiéndolo en Espíritu y Materia, como las dos
cosas fundamentales de la existencia. Lo inmediato va desvaneciéndose, por
etapas de proximidad y distancia, hasta convertirse en lo último. No podemos
postular intelectualmente ninguna condición o principio, sin implicar una
condición o principio opuesto que se necesita para la integridad. (Opuesto, no
en el sentido de conflicto, sino de antinomia)
Es tal la
naturaleza de la mente, que piensa sobre la base de diferenciaciones. No
conocemos mentalmente una cosa a menos que la coloquemos sobre el fondo de lo
que ella no es. Cada forma de percepción nuestra ha de tener un contorno, y ese
contorno ha de excluir a la vez que incluir. Si no hubiera sino un solo color
en el universo, no existiría ningún sentido del color. Conocemos o sentimos un
color, sólo diferenciándolo de otros.
Estando
acostumbrados a las categorías, percibimos en el fondo de nuestras mentes, en
el proceso de nuestro pensar, ciertas categorías que no vemos en el primer
plano de los fenómenos observados. Vemos en el primer plano, en el frente
(frente tan extenso como lo hagan nuestras observaciones sensorias y nuestras
deducciones), una interminable diversidad. El concepto de diversidad implica
tácitamente una unidad. La unidad se necesita en la lógica del pensamiento para
equilibrar y completar el concepto de diversidad; y cuanto más profundamente
sondeamos las bases filosóficas de nuestro pensamiento con respecto a la
naturaleza de la existencia, más nos damos cuenta de la necesidad de ese
principio de unidad en el universo, si ese universo es recapitulable
filosóficamente y no es apenas un universo de desatinos.
Cuando
llegamos a realizar que nuestra existencia tiene el signo natal de la
relatividad; que toda manifestación, lo mismo que todo pensamiento, depende de
la creación de relaciones, proyectamos automáticamente dentro de la existencia
la polaridad de un Absoluto. De nuevo tropezamos aquí, por un paso del
pensamiento, con un par primordial de complementarios, a saber, lo Absoluto y
lo relativo, en el que lo relativo es lo manifestado, y lo Absoluto lo
inmanifestado. En forma similar, esa actividad constituida por el saber o el
darse cuenta, implica la dualidad de un objeto del Conocimiento y un conocedor.
Todo hecho objetivo implica una condición subjetiva de conocer.
¿Proponemos,
entonces, estos conceptos de una Unidad, de un Absoluto, de una Realidad
subjetiva, que pertenecen a la especie de un Más allá, meramente como una
definición de deducciones, y para alcanzar una sensación de integridad con una
mente que sólo puede formular en términos de dualidades?
¿O es que
nosotros, o más bien la mente, en tal formulación no hace otra cosa que reflejar
desde su ángulo una realidad del universo, una realidad que puede captarse de
otro modo por una consciencia que, a diferencia de la mente, puede percibir por
un proceso de identidad en el que no hay la separación de la dualidad?
Quienes han
podido hablar con autoridad, sinónima de experiencia auténtica, están de parte
de esta última suposición, la cual nos lleva a suponer que buscamos integridad
y filosofía porque hay una integridad y una filosofía en la naturaleza misma de
las cosas de las que nosotros somos parte integrante.
El hombre
interpreta el universo de acuerdo con sus conceptos; pero sus conceptos se
inspiran en una viviente relación con ese universo del cual él es carne y
hueso, como el microcosmo y el macrocosmo; y esta relación hace que gradualmente
refleje en él mismo la naturaleza del universo, y lo perciba por medio del
conocimiento de sí mismo. Así también proyecta a Dios con su mente que es una
parte de él mismo; pero la idea de Dios en lo abstracto, aparte de toda figura
de Deidad con que pueda estar investida, existe perpetuamente, rondando oscura
y vagamente, por que en esa idea está el punto focal de una Realidad. (Esa
oscuridad y vaguedad se va esculpiendo en toda forma concebible, por atisbos de
fantasía conformes a su propia índole y calidad.) El hombre busca un Más Allá,
porque hay un Más Allá que ejerce sobre él una insistente presión, y cuando él
llega al punto de una sensibilidad suficientemente fina, ese Más Allá ejerce
sobre él una atracción que influye en su pensamiento.
Una
hipótesis no está necesariamente en desacuerdo con la realidad, ni siquiera si
envuelve, como en el caso de la Relatividad de Einstein, conceptos que tienen
más de símbolo que de experiencia. Suponer una realidad que contiene categorías
de concepto, que son una necesidad lógica para nuestras mentes, mucho menos
puede considerarse como un acto de pura fantasía.