miércoles, 27 de febrero de 2013

INTEGRIDAD EN PENSAMIENTO Y REALIDAD


CAPÍTULO II

            Es una verdad extraña, no sin profundo significado, que toda categoría en que podemos pensar implica un complemento que tiene la índole de un opuesto.
            Estamos bien familiarizados con el gozo y el sufrimiento, el saber y la ignorancia, el día y la noche, la vida y la muerte, y muchos otros pares de opuestos dentro de nuestra experiencia. Tenemos también el par básico, vida y forma, al cual lo generalizamos y lo refinamos convirtiéndolo en Espíritu y Materia, como las dos cosas fundamentales de la existencia. Lo inmediato va desvaneciéndose, por etapas de proximidad y distancia, hasta convertirse en lo último. No podemos postular intelectualmente ninguna condición o principio, sin implicar una condición o principio opuesto que se necesita para la integridad. (Opuesto, no en el sentido de conflicto, sino de antinomia)
            Es tal la naturaleza de la mente, que piensa sobre la base de diferenciaciones. No conocemos mentalmente una cosa a menos que la coloquemos sobre el fondo de lo que ella no es. Cada forma de percepción nuestra ha de tener un contorno, y ese contorno ha de excluir a la vez que incluir. Si no hubiera sino un solo color en el universo, no existiría ningún sentido del color. Conocemos o sentimos un color, sólo diferenciándolo de otros.
            Estando acostumbrados a las categorías, percibimos en el fondo de nuestras mentes, en el proceso de nuestro pensar, ciertas categorías que no vemos en el primer plano de los fenómenos observados. Vemos en el primer plano, en el frente (frente tan extenso como lo hagan nuestras observaciones sensorias y nuestras deducciones), una interminable diversidad. El concepto de diversidad implica tácitamente una unidad. La unidad se necesita en la lógica del pensamiento para equilibrar y completar el concepto de diversidad; y cuanto más profundamente sondeamos las bases filosóficas de nuestro pensamiento con respecto a la naturaleza de la existencia, más nos damos cuenta de la necesidad de ese principio de unidad en el universo, si ese universo es recapitulable filosóficamente y no es apenas un universo de desatinos.
            Cuando llegamos a realizar que nuestra existencia tiene el signo natal de la relatividad; que toda manifestación, lo mismo que todo pensamiento, depende de la creación de relaciones, proyectamos automáticamente dentro de la existencia la polaridad de un Absoluto. De nuevo tropezamos aquí, por un paso del pensamiento, con un par primordial de complementarios, a saber, lo Absoluto y lo relativo, en el que lo relativo es lo manifestado, y lo Absoluto lo inmanifestado. En forma similar, esa actividad constituida por el saber o el darse cuenta, implica la dualidad de un objeto del Conocimiento y un conocedor. Todo hecho objetivo implica una condición subjetiva de conocer.
            ¿Proponemos, entonces, estos conceptos de una Unidad, de un Absoluto, de una Realidad subjetiva, que pertenecen a la especie de un Más allá, meramente como una definición de deducciones, y para alcanzar una sensación de integridad con una mente que sólo puede formular en términos de dualidades?
            ¿O es que nosotros, o más bien la mente, en tal formulación no hace otra cosa que reflejar desde su ángulo una realidad del universo, una realidad que puede captarse de otro modo por una consciencia que, a diferencia de la mente, puede percibir por un proceso de identidad en el que no hay la separación de la dualidad?
            Quienes han podido hablar con autoridad, sinónima de experiencia auténtica, están de parte de esta última suposición, la cual nos lleva a suponer que buscamos integridad y filosofía porque hay una integridad y una filosofía en la naturaleza misma de las cosas de las que nosotros somos parte integrante.
            El hombre interpreta el universo de acuerdo con sus conceptos; pero sus conceptos se inspiran en una viviente relación con ese universo del cual él es carne y hueso, como el microcosmo y el macrocosmo; y esta relación hace que gradualmente refleje en él mismo la naturaleza del universo, y lo perciba por medio del conocimiento de sí mismo. Así también proyecta a Dios con su mente que es una parte de él mismo; pero la idea de Dios en lo abstracto, aparte de toda figura de Deidad con que pueda estar investida, existe perpetuamente, rondando oscura y vagamente, por que en esa idea está el punto focal de una Realidad. (Esa oscuridad y vaguedad se va esculpiendo en toda forma concebible, por atisbos de fantasía conformes a su propia índole y calidad.) El hombre busca un Más Allá, porque hay un Más Allá que ejerce sobre él una insistente presión, y cuando él llega al punto de una sensibilidad suficientemente fina, ese Más Allá ejerce sobre él una atracción que influye en su pensamiento.
            Una hipótesis no está necesariamente en desacuerdo con la realidad, ni siquiera si envuelve, como en el caso de la Relatividad de Einstein, conceptos que tienen más de símbolo que de experiencia. Suponer una realidad que contiene categorías de concepto, que son una necesidad lógica para nuestras mentes, mucho menos puede considerarse como un acto de pura fantasía.