sábado, 2 de octubre de 2010

DIOSES EN EL DESTIERRO J. J. Van der Leeuw (Extracto).

CAPÍTULO PRIMERO
EL DRAMA DEL ALMA EXPATRIADA

Al Sendero del Ocultismo se le suele llamar el Sendero de la Aflicción.
No hay motivo para que le hayamos de llamar Sendero de la Aflicción en vez de Sendero del Júbilo. El mismo logro que significa aflicción para nuestra naturaleza inferior, es júbilo para nuestro Yo superior, y del aspecto en que la consideremos depende que nuestra experiencia sea gozosa o aflictiva. El inmediato objetivo del Sendero del Ocultismo es la unión de lo que comúnmente llamamos el yo inferior y ,el Yo superior, y esta unión se efectúa en la primera ,de las grandes iniciaciones. Desde el momento de la individualización, no hay en la historia del alma humana mayor suceso que la iniciación.
Como la palabra indica, es un nuevo comienzo, el comienzo de una nueva vida, de la consciente vida en nuestro verdadero ser o ego.

EL DESPERTAR. DEL ALMA


En tanto que el hombre, en su peregrinación por la materia, se identifica enteramente  con sus cuerpos, cuyos dictados obedece cumplidamente, con olvido de su verdadera y divina naturaleza, no sufre pero se satisface a modo de los animales. El sufrimiento empieza cuando el alma en su terrena cárcel suspira por la divina Mansión de la cual vive expatriada, cuando el amor, la belleza y la verdad despiertan la conciencia de su verdadera naturaleza.
Estamos como Prometeo encadenados a la roca de la materia, pero hasta que tenemos conciencia de lo que verdaderamente somos, no nos damos cuenta de que estamos prisioneros y expatriados. Así pudiera vivir quien desterrado de su patria en los días de la juventud, hubiese permanecido muchos años entre extranjeros, recordando amargamente, en medio de las miserias y privaciones de su destierro, que hubo un tiempo en que conoció distinto ambiente. Pero quizás algún día oye un canto que oyera en su juventud, y con súbita agonía recuerda lo que perdió, considerando penosamente que es un desterrado, lejos de todo cuanto le fue querido. Estas memorias resucitan el anhelo de la nativa patria, y este anhelo cobra mayor intensidad  que nunca. Entonces comienzan el sufrimiento y la lucha. El sufrimiento a causa de conocer lo que perdió; y la lucha en el intento siempre más o menos penoso de recobrar lo un tiempo poseído.
De análoga suerte, cuando en el transcurso de la humana evolución despierta el alma, no sólo allega gozo este despertar sino también sufrimiento. Mientras el hombre vivió la vida animal de sus cuerpos, estuvo en cierto modo contento; pero con el recuerdo de su verdadera naturaleza, con la visión del mundo a que pertenece, nació la secular lucha en los mundos de materia, que él mismo ocasionó al identificarse con sus cuerpos, Mientras que hasta el momento de la iniciación no consideraba sus cuerpos como una traba, llegan ahora a ser para él como la abrasadora túnica de Nesos, que tanto más se adhería a la epidermis, de Hércules cuanto más el héroe se esforzaba en desprenderse de su contacto.
Desde ahora en adelante, se reconoce el hombre como dos entidades en una. Es consciente de un Yo interno, superior y divino, que le incita a volver a su divina Patria, y de una inferior naturaleza animal que es su conciencia atada a los cuerpos y por ellos dominada.


LA LUCHA MORAL EN EL HOMBRE


No hay en la vida humana más arduo problema ni mayor dificultad que el reconocimiento de ser dos entidades en una. Así San Pablo gime en la lucha de la ley de sus miembros contra la ley del espíritu y angustioso exclama:

"Porque no hago el bien que quiero; mas el mal que no quiero, éste hago. y ,si hago lo que no quiero, ya no lo obro yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: Que el mal está en mí. Porque según el hombre interior me deleito en la ley de Dios: mas veo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi espíritu, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará del cuerpo de esta muerte?" (Rom. 7; 19-24.)

Pero acaso en ninguna parte está descrita tan profundamente esta lucha como en las Confesiones de San Agustín, quien dice: "Me arrebató a ti tu propia belleza, y me arrancó de ti mi propio peso, arrojándome gemebundo sobre estas bajas cosas; y el peso eran los hábitos de mi carne" (7,17).
Y en otro pasaje dice:
"Los goces de esta mi vida, de los cuales debo lamentarme, están en pugna con mis tristezas, en las cuales debiera regocijarme. No sé a qué lado se inclinará la victoria " (10, 28). Es la perpetua experiencia del hombre en lucha, con tanto acierto expresada por Goethe al exclamar:
"¡Ay! que dos almas alientan en mi pecho. "
Es la experiencia de todo aspirante que se halla en el Sendero del Ocultismo, y aun de todo ser humano que trate de vivir noblemente, de acuerdo con los dictados de su Yo superior, y se ve retardado o impedido por los deseos de su yo inferior. Nadie está libre de esta lucha fundamental. En innumerables formas nos enfrenta esta Hydra de múltiples cabezas, y la vida de muchos aspirantes al ocultismo es una tragedia a causa de esta interna lucha, que no sólo ocasiona agudos sufrimientos y menosprecio propio, sino que agota los cuerpos y substrae vitalidad.
¿Hay en la vida humana más acerbo sufrimiento moral que contemplar la visión del espíritu y al instante negarla en la vida práctica? Entonces sentimos aquel menosprecio de nosotros mismos que según dice Hamlet es "más amarga bebida que la sangre"; sentimos la desesperación del repetido fracaso en el intento de vivir como deberíamos vivir.
Tan magna como es esta tragedia humana, lo más trágico de ella es su innecesidad como resultado de nuestra ignorancia respecto a la actuación de nuestra conciencia.

LA CAUSANTE IGNORANCIA


Lo último que descubre el hombre es a sí mismo. Es una extraña y sin embargo universal verdad que la sed de conocimiento debió empezar en el hombre por lo más lejano y terminar por lo más cercano. El hombre primitivo estudió el firmamento, pero sólo hasta ahora en los modernos tiempos comienza el hombre a explorar los misterios de su alma. La mayoría de seres humanos son un misterio para sí mismos, y aun muchos, ni siquiera se percatan de la existencia del misterio. Si al hombre vulgar le preguntáramos lo que en realidad es como ser viviente; qué sucede cuando siente, piensa y obra; cuál es la causa de la lucha entre el bien y el mal de que es consciente en su interior, no sabría qué responder, y aun las mismas preguntas le parecerían nuevas y extrañas. Sin embargo, ¿no es más extraño todavía que vayan las gentes por la vida sobrellevando todas sus vicisitudes, sufriendo las miserias comunes a todos los hombres, regocijándose en los fugaces placeres de la vida, soportando su incesante carga, ya todo esto sin preguntar por qué?
Si viésemos a un hombre que viajara con mucha incomodidad y fatigas, y al preguntarle a dónde iba nos respondiera que nunca se le había ocurrido pensarlo, seguramente lo tildaríamos de mentecato. No obstante es exactamente el caso de la mayoría de laso gentes en la vida ordinaria. Siguen su camino desde el nacimiento hasta la muerte, trabajan durante todo el trayecto y nunca preguntan por qué, o si lo preguntan, formulan la pregunta en términos superficiales sin preocuparse de recibir o no respuesta.
Pero en su larga peregrinación a cada alma le llega la hora en que la vida le es imposible a menos, que conozca su motivo; cuando desilusionada del mundo circundante en donde no puede hallar duradera satisfacción, da el alma por un momento de mano a su frenética cazatras las ilusiones, y exhausta queda silenciosa y solitaria. Entonces nace en el interior  del alma la conciencia de un nuevo mundo.
Entonces, desviado su rostro de la fascinación del mundo circundante, descubre el alma la permanente realidad del mundo interior, el mundo del Yo superior. Entonces y sólo entonces pueden responderse las preguntas acerca de la vida; pero como ha dicho Emerson, el alma nunca responde verbalmente, sino por lo que ella misma inquiere.

CONOCIMIENTO DE NUESTRA VERDADERA NATURALEZA


Durante el período de lucha, se formula el hombre preguntas respecto a la finalidad de la vida y la naturaleza de su ser; pero cuando llegan las respuestas, olvida las preguntas en la experiencia de la Realidad en sí misma.
Así, en cuanto a la respuesta referente a la existencia del hombre, no es una exposición intelectual del modo cómo está constituido, sino más bien el reconocimiento de su interno Yo, y en consecuencia, el descubrimiento del mundo de este Yo. Cuando consideramos el problema de la dualidad que en la vida diaria experimentamos todos de un Yo superior por una parte y de un yo inferior por otra, hallamos una admirable verdad.
El hombre es esencialmente divino. Como hijo de Dios participa de la naturaleza de su Padre cuya divinidad comparte. Por lo tanto, la verdadera patria del hombre es el mundo de la Divinidad, en donde vivimos y somos y tenemos nuestro ser "de eternidad a eternidad ".
El ego humano tiene sus actividades en su propio mundo, y allí goza de una jubilosa y esplendente vida más allá de toda concepción.
Por consiguiente, en su propio mundo no puede aprender las lecciones de la experiencia, y por esto transfiere su conciencia a los mundos de manifestación externa, en donde rige la multiplicidad con la antítesis del Yo y del no-yo. Solamente en estos mundos de manifestación externa y mediante cuerpos constituidos por materia de los mismos mundos puede el ego tener conciencia de sí mismo como separada individualidad. En el mundo divino, la verdadera patria del ego, no hay distinción, entre el yo y el no-yo, porque cada entidad participa de la universal conciencia del conjunto; y así es que en el mundo divino no puede adquirir el ego la conciencia de sí mismo. Unicamente en el trino universo de manifestación externa, constituido por los mundos físico, emocional y mental hallamos la dualidad de objeto y sujeto necesaria para adquirir la conciencia individual. Para lograr este conocimiento se transfiere el ego a los mundos exteriores y asume cuerpos de la materia de estos mundos. El Génesis describe este traslado del alma a los mundos de tinieblas. El paraíso primitivo no es un estado que pueda perdurar por mucha que sea su belleza y armonía. El alma ha de comer del árbol del bien y del mal, del árbol del conocimiento aun a costa del Paraíso. Una vez experimentado el deseo de conocer los mundos de materia, asume el, alma "túnicas de pieles " o cuerpos materiales, y desde entonces ha de vivir sujeta a las condiciones de la existencia material, y "ganarse el pan con el sudor de su rostro " .
La finalidad de este largo destierro es la redención o regeneración, que se efectúa cuando el alma recobra el conocimiento de su esencial divinidad y Cristo nace en el corazón del hombre. Entonces se restituye al Paraíso; pero con plena conciencia de sí mismo, posee el ego en su propio mundo los frutos de su descenso a los mundos de materia.

EL DRAMA DEL ALMA


Podemos considerar las repetidas encarnaciones del alma divina en los mundos de manifestación externa como una especial actividad del ego con el determinado propósito de adquirir un conocimiento que sólo de este modo le es posible adquirir. El descenso de la divina conciencia a los tres cuerpos físico, emocional y mental, está simbolizado en la caída del hombre, puesto que es su verdadera caída en la materia, la trágica causa de todo el subsiguiente sufrimiento en la peregrinación del alma. Porque al infundir el ego una porción de sí mismo en los tres cuerpos, esta porción se identifica con los cuerpos en que se infunde, y en esta identificación le parece ser los cuerpos destinados a servirle de instrumento.
Al identificarse con sus cuerpos, la encarnada conciencia ya no participa de la omniabarcante conciencia del divino Yo a que pertenece, sino que participa de la separatividad de los cuerpos y se convierte en una entidad separada de los demás seres y opuesta a ellos, esto es, en una personalidad. Es la vieja leyenda de Narciso que al contemplar reflejada su imagen en las aguas del estanque, anhela abrazarla, y en el intento muere sumergido en las aguas. Así la encarnada conciencia está sumergida en las aguas de la materia, y al identificarse con los cuerpos se desglosa del Yo a que pertenece y ya no se reconoce como lo que verdaderamente es: un hijo de Dios.
Entonces comienza la secular tragedia del alma expatriada, que se olvida de su divina herencia y se degrada en la inconsciente sumisión a los cuerpos que debieran ser instrumentos de su voluntad. Es el antiguo mito gnóstico de Sophia, el alma divina que expatriada vive entre bandidos y ladrones que la humillan y maltratan hasta que Cristo la redime y la restituye a su divina patria.
¿Cabe mayor tragedia y más profunda degradación que la del alma divina, miembro de la suprema Nobleza presidida por la misma Divinidad, al quedar sujeta a las humillaciones e indignidades de una existencia en que olvidada de su alta categoría consiente en esclavizarse a la materia ?
A veces, cuando vemos a la humanidad en su peor aspecto, horrible en sus odios, desconcertada en su desvío de la naturaleza, grosera y brutal o estúpida y frívola, nos percatamos de esta intensa tragedia del alma desterrada y tenemos punzante conciencia de la degradación sufrida por el inmortal Yo interior.

NECESARIO CAMBIO DE ACTITUD


Así pues, nuestra conciencia de ser una dualidad, constituida por un Yo superior interno y un yo inferior externo está basada en la ignorancia. No somos dos entidades sino una sola. Somos el Yo divino y ningún otro.
Su mundo es nuestro mundo y su vida es nuestra vida. Lo que sucede es que cuando infundimos nuestra divina conciencia en los cuerpos por cuyo medio hemos de adquirir ciertas experiencias nos identificamos con estos cuerpos y olvidamos lo que realmente somos. Entonces, la aprisionada conciencia, esclava de los tres cuerpos, sigue los deseos de estos cuerpos, y la llamamos el yo inferior o personalidad.
La voz interna, nuestra verdadera voz es el llamamiento del Yo superior, y se entabla la penosa lucha entre el ego y la personalidad, equivalente a una verdadera crucifixión. Sin embargo, la mayor parte de este sufrimiento proviene de la ignorancia y cesa cuando comprendemos nuestra verdadera naturaleza, lo cual denota un completo cambio de actitud.
Desde luego es erróneo el concepto de la dualidad de nuestra naturaleza. Siempre consideramos el alma, el espíritu, el Yo superior, el ego o como quiera que designemos nuestra naturaleza superior, cual si estuviera en lo alto, mientras que el yo inferior o personalidad permanece en lo bajo. Entonces nos esforzamos en llegar a lo alto como un intento de conseguir algo esencialmente extraño a nosotros y por tanto de difícil logro. Así solemos hablar de los "tremendos esfuerzos" requeridos para alcanzar el Yo superior; y otras veces hablamos de la inspiración o conocimiento, de la energía espiritual o del amor como si del Yo superior lo recibiéramos. En ambos casos cometemos el fundamental error de identificarnos con lo que no somos y en esta actitud nos planteamos el problema.
La primera condición del logro espiritual es la certidumbre sin sombra de duda de que somos el espíritu o Yo superior. La segunda condición, tan esencial e importante como la primera, es la confianza en nuestras propias fuerzas como egos, y el valor de libremente emplearlas. En vez de considerar la conciencia vigílica como el estado normalmente natural, y mirar al ego como si fuera un altísimo ser que se ha de alcanzar mediante continuos y formidables esfuerzos, hemos de considerar anormal nuestro ordinario estado de conciencia, y la vida del espíritu como nuestra verdadera vida de la que nos han apartado nuestros continuos esfuerzos.

EL ESTADO ANORMAL DE SEPARATIVIDAD


Difícilmente se nos ocurre la idea de los persistentes y formidables esfuerzos que hemos de hacer para mantener la ilusión de nuestra separada personalidad. Durante todo el día la estamos afirmando y defendiéndola de todo ataque, de suerte que de ningún modo se desconozca, desprecie o se ofenda ni se niegue su reconocimiento. Además, en todas las cosas que para nosotros deseamos, procuramos vigorizar nuestra separada personalidad mediante la adquisición de los deseados objetos.
La ilusión de nuestro separado yo nace de identificar nuestro verdadero Yo espiritual con los cuerpos por cuyo medio se manifiesta.
Es como si la conciencia del ego se dilatase hasta infundirse en los cuerpos, y allí se intrincara y retorciera de tal suerte que formara una separada esfera de conciencia centrada en torno de los cuerpos a que se adhiere. Pero este no es el estado normal sino distinta y esencialmente anormal y antinatural. Lo mismo podríamos decir que fuera normal y natural dilatar en uno de sus puntos una cinta de caucho y la superficie así formada adherirla a un objeto fijo. Esta adherencia sería anormal, pues en el momento en que separáramos el caucho del objeto, recobraría la banda su prístino estado natural. De la propia suerte, sólo necesitamos desprender nuestra conciencia de los cuerpos a que la hemos adherido.
Sólo necesitamos desvanecer la ilusión de separatividad que tan tiernamente acariciamos de continuo, para que la porción de conciencia que constituye la separada personalidad se reintegre automáticamente al Yo superior, a nuestro verdadero ser .
Mucho hablamos del esfuerzo y violencia necesarios para alcanzar la conciencia espiritual; pero ¿ nos fijamos en el abrumador esfuerzo, en la formidable violencia que necesitamos emplear para mantener la ilusión de separatividad? Verdad es que ni nos damos cuenta de que la mantenemos porque ya es una segunda naturaleza afirmar nuestra personalidad a costa de cuanto nos rodea, adquirir lo que deseamos y conservar lo que tenemos, por lo que no advertimos el gigantesco esfuerzo necesario para la afirmación y engrandecimiento de nuestra personalidad. Sin embargo, el esfuerzo existe.
En consecuencia, mediante un definido esfuerzo de voluntad desechemos la potente superstición que nos mantiene esclavizados a los mundos de materia y nos impide reconocer lo que verdaderamente somos; y en cambio reconozcamos" aseguremos y mantengamos nuestra divinidad. No hay orgullo ni separatividad en esta afirmación, porque la unidad es la clave del mundo en que así entramos, nuestro verdadero mundo, donde no pueden existir la arrogancia ni el engreimiento. El orgullo es una planta que sólo puede medrar en las caliginosas regiones de los mundos de materia; y todo lo siniestro deja de existir necesariamente desde el momento en que entramos en nuestra verdadera patria.
Unicamente liberando nuestra conciencia de la esclavitud de los cuerpos, reconociendo los poderes del ego y negándonos a embrollarnos de nuevo en la tela de la existencia material podremos librarnos de la acerba y agotadora lucha entre el Yo superior y el yo inferior; lucha que emponzoña la vida de tantos fervorosos aspirantes a la iniciación, al reintegro del yo inferior en el superior .

OBRAS Y NO PALABRAS


De nada sirve leer una cosa, reconocer que es verdad y estimar su exactitud desde lejos.
Para que nos aproveche ha de ser algo más que una enseñanza teórica; ha de ser una práctica. y así, en las siguientes páginas trataremos no sólo de reconocer que nuestra verdadera conciencia es el ego sino de desprender esta conciencia de las limitaciones que la aprisionan y transportarla una vez libre al mundo de divino gozo y libertad a que pertenece.
Ya es una vulgaridad decir que lo que en nuestros tiempos necesitamos son obras y no palabras, pero no obstante es una profunda verdad que ha de divulgarse en una índole de libros y conferencias en que el autor o el orador no se contraiga a escribir o decir lo que los lectores y oyentes puedan o no apreciar, sino que conjuntamente emprendan el autor y los lectores y el orador y sus oyentes una expedición a los reinos de lo desconocido, en donde uno conduzca y los demás sigan, pero a donde todos vayan por propio impulso.
Así nuestras conferencias han de ser conferencias de acción, nuestros libros, libros de acción, y los oyentes y lectores deben experimentar en su propia conciencia lo que oigan y lean.
Hagámoslo así en nuestro intento de conocernos tal como verdaderamente somos, no leyendo estas páginas objetivamente cual quien contempla un extraño espectáculo, sino procurando identificarnos con la lectura e incorporando a la conciencia lo leído en estas páginas. Continuará...